No confundirse. No se trata de judíos convertidos a la fuerza por los cristianos de Armenia, sino de armenios cristianos convertidos por la fuerza al Islam. Y así como varios judíos no aceptaron la coerción e intentaron heroicamente recuperar su identidad, ahora nos encontramos con armenios de ciudadanía turca que protagonizan la misma gesta. El hecho me fue advertido por la Fundación Raúl Wallenberg y enseguida me dediqué a rellenar la información que ahora deseo compartir.
Diyarbakir es una ciudad muy pintoresca en el sudeste de Turquía, próxima a Siria e Irak, con 600.000 habitantes, rica en folklore y famosa por sus sandías. La bordea el río Tigris y se ha convertido en la metrópolis más importante de toda esa antigua región de Anatolia. La mayoría de sus habitantes pertenece a la etnia kurda. A menudo se señala a Diyarbakir como potencial capital política del Estado de Kurdistán que se había reconocido después de la Primera Guerra Mundial, pero que hasta el presente sigue siendo una aspiración incumplida, reprimida y negada. Allí tuvo lugar, el 23 de octubre, un acontecimiento que la prensa no consideró necesario difundir mejor.
En efecto, horas antes del terremoto que zarandeó la zona, como si desde el fondo de la Tierra se quisiese enviar un mensaje de éxtasis, cerca de tres mil personas atiborraron la antigua catedral armenia de San Giragos al ser inaugurada su magnífica restauración. Era domingo y por primera vez en muchísimo tiempo -cargado de profanaciones- se volvió a realizar allí un solemne servicio religioso. El templo fue construido 350 años atrás y es aún la iglesia armenia más grande de todo el Medio Oriente, aunque Diyarbakir ha quedado "limpia" de armenios. El acontecimiento atrajo a peregrinos de países cercanos y hasta de Holanda, Alemania y los Estados Unidos. Los armenios forman una gran diáspora que ha seguido cultivando sus raíces histórica, idiomática, religiosa, culinaria y musical, y se reconocen como miembros de una gran familia destrozada por los guadañazos de un genocidio.
Al finalizar la concurrida misa, el alcalde Osman Baydemir se dirigió a la congregación que ocupaba hasta los últimos ángulos del edificio y declaró en armenio, kurdo, turco e inglés: "¡Bienvenidos a vuestra casa! Ustedes no son huéspedes aquí, sino que éste es su hogar". Fue un instante conmovedor, casi como el reconocimiento de las barbaridades que sufrieron los armenios al principio del siglo XX y antes aún.
El santuario había sido concebido con grandeza. Tiene siete altares, numerosas columnas, arcos de medio punto, angulaciones góticas y reminiscencias románicas. Pero fue virtualmente abandonado luego de las masacres y deportaciones iniciadas en 1915. En un tiempo lo usaron como cuartel para las tropas alemanas; luego pasó a funcionar como un gigantesco establo, y por último lo rebajaron a una sucia fábrica de algodón. El odio irracional y anacrónico no se conformó con estas ofensas, sino que algunas bandas atacaron y saquearon el lugar impunemente. Sólo se mantuvieron firmes las columnas, las paredes y porciones de las bóvedas.
El periodista Esayan se atrevió a publicar: "Cuando vi las condiciones de la iglesia en aquel tiempo, jamás hubiera imaginado esta restauración impresionante". El costo fue cubierto por comunidades armenias de todo el mundo y una parte muy significativa -hay que enfatizarlo- fue aportada por la municipalidad de Diyarbakir.
Y aquí llega el plato fuerte. Al día siguiente, en una ceremonia secreta, diez personas fueron bautizadas en la restaurada catedral. Eran turcos que se consideraban armenios de muchas generaciones y habían sido forzados a convertirse al Islam. La conversión forzada era moneda corriente tanto en los territorios del Islam como en los de la Cristiandad durante penosas centurias. La parte montañosa y más inexpugnable de Armenia pudo resistir heroicamente. Había sido el primer pueblo en hacerse cristiano merced a la fogosa prédica de San Gregorio el Iluminador. Con el enciclopedismo que estalló en Europa, la práctica de las conversiones forzosas empezó a ser cuestionada y aminoró su empuje. Pero según el Patriarcado Armenio de Estambul, a partir de 1915, cuando se inició el genocidio, alrededor de 300.000 armenios tuvieron que aceptar el Islam sunita o alawita para conservar la vida o esquivar una deportación. Si se suma a los que fueron obligados a dar ese paso en las décadas o centurias previas, calcula el Patriarcado que no debe de haber menos de medio millón de armenios que se declaran musulmanes pero se sienten cristianos. Los carcome el dolor de no permitírseles reintegrarse a su fe ni a sus tradiciones. Aunque Turquía es un país oficialmente secular gracias a la revolución progresista de Kemal Ataturk, para los musulmanes el abandono de su religión constituye un crimen imperdonable. Un armenio cristiano que se haya convertido al Islam, aunque sea bajo presión, no puede retornar a su fe originaria porque se transforma en un apóstata, un canalla, alguien que no merece respeto ni consideración alguna.
"-Yo quiero que esta catedral esté siempre abierta -manifestó uno de los recién bautizados «marranos armenios»-. Me resulta increíble estar aquí junto a personas de todo el mundo con quienes comparto el mismo origen.
"-¡Es como volver del exilio! -exclamó otro, sin poder contener las lágrimas.
"-Armenios viejitos -comentó una periodista que no se atrevía a mostrar el grabador ni decir su nombre-, que vivieron en Diyarbakir antes de la expulsión masiva y simulaban haber renunciado a sus raíces, regresaban para recorrer calles, mirar desde afuera sus antiguos hogares, pasar delante de la ruinosa catedral y darle rienda suelta a su nostalgia imbatible. Todos hablaban turco, kurdo y armenio. Y ninguno se atrevía a santiguarse en público."
En muchas zonas de la Turquía moderna aún perdura el pluralismo religioso de las mejores épocas, aunque gobierne un partido islámico que apuesta a la regresión. A poca distancia de la catedral se yerguen la iglesia católica-caldea de San Pedro (en proceso de restauración acelerada), una mezquita, una iglesia protestante modesta y una diminuta sinagoga. El alcalde señaló con un entusiasmo contagioso a los peregrinos que Diyarbakir se convertirá en la Jerusalén de Anatolia, en el objetivo que buscarán las plegarias fervorosas. Utilizó un lenguaje elíptico para referirse a los sucesos que empezaron en 1915: "Que nuestros hijos celebren juntos las próximas realizaciones".
A diferencia de la iglesia Akdamar de la ciudad de Van ("pueblo" en armenio), que fue erigida en el siglo X y se ha convertido en un museo donde sólo una vez al año se permite realizar el servicio religioso, la catedral de Diyarbakir tendrá oficios más regulares y frecuentes, habrá conciertos de música clásica y exposiciones. Tendrá vida. Tanta vida como estos nuevos marranos que regresan a sus fuentes henchidos de gratitud y esperanza.
© La Nacion
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