El cuerpo de Raúl Araldi fue hallado por el EAAF en Tucumán. “Estuve en shock hasta que me pude formar en la cabeza que esa persona que era mi familia, mi papá, dejó de ser un relato para volverse carne”, explica Fernando.
Durante casi 38 años para Fernando la vida estuvo compuesta de relatos escuetos, algunas fotos y deducciones sobre quiénes fueron sus padres, Raúl Araldi y Diana Oesterheld, sus tres tías, y su abuelo, el escritor e historietista Héctor Oesterheld. De chico, pasó por la etapa de
creerlos muertos en un accidente. Cerca de los nueve años empezó a entender que habían sido militantes políticos, que entre otros miles terminaron desaparecidos. Llegó a tener la certeza, tiempo después, de que a su papá lo habían asesinado. Saberlo era un paradójico alivio que resume en esta frase: “por suerte lo mataron”. Tal como estaba dada la historia, nunca imaginó que existiría alguna vez la posibilidad de pensar a su familia de otra forma que no fuera “de- saparecida”. Pero un día, no hace mucho, todo cambió, y se transformaron su vida y su lugar en el mundo. Fue el reencuentro con el cuerpo de su papá, eso fue. Hallado casi íntegro en un cementerio municipal de Tucumán. Primero se sintió “en shock”, después le pareció que por fin conocía a su viejo, se contactó con los amigos de su infancia y juventud, hasta que se decidió a enterrarlo rodeado de todos ellos en el cementerio de la Chacarita, un acontecimiento que vivió –paradójicamente– como si fuera una fiesta.
Fernando Araldi Oesterheld es flaquito y enérgico. Escribe poesía y es fotógrafo. Como vivió muchos años con sus abuelos paternos dice que estuvo “en una nebulosa de sentirme siempre nieto, en esa condición, y de repente, cuando aparecieron los restos de mi papá, me sentí hijo, mucho más hijo que nunca. Ojalá encontraran también a mi vieja, y al resto de mi familia. Siempre mi vida fue así: tengo tías pero no las tengo, tengo abuelo pero no lo tengo, soy hijo pero no soy, tengo un hermano pero tampoco lo conozco. Todo medio en el aire, y de repente esto me puso en mi lugar”.
Hacer desaparecer los cuerpos fue la estrategia macabra del terrorismo de Estado para borrar las huellas del exterminio masivo que ejecutaba. La posibilidad de que los desaparecidos dejen de serlo es fruto de la búsqueda de los familiares y organismos de derechos humanos, y pudo empezar a hacerse realidad con el trabajo y las investigaciones del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), integrado por profesionales de múltiples disciplinas que van desde antropólogos e historiadores hasta forenses y abogados. En cada hallazgo de todo o parte de un cuerpo hay un trabajo milimétrico, que incluye la reconstrucción de la vida de esa persona, todos los rasgos, su personalidad y sus costumbres, además de los estudios genéticos y científicos. Esta circunstancia tiene un gran impacto en la vida de los familiares. Detrás de las 700 identificaciones que logró el EAAF desde la época del Juicio a las Juntas, a mediados de los ochenta, hubo también cientos de vidas conmocionadas.
Al compartir la intimidad de esa situación, Fernando explica: “Cuando los padres y otros integrantes de la familia están desaparecidos, uno los tiene presentes toda la vida pero no imagina esa posibilidad de que puedan aparecer los restos. De repente eso sucede y se te viene todo encima. Al principio yo estuve en shock, hasta que me pude formar en la cabeza que esa persona que era mi familia, mi papá, dejó de ser un relato para volverse carne”, explicó. “También sé que así como es probable que para los que somos hijos es un hecho positivo que aparezcan los restos de nuestros padres y poder enterrar sus cuerpos, seguramente para mis abuelos, que fallecieron hace unos años, hubiera sido distinto. Ellos siempre guardaban la esperanza de que mis viejos aparecieran con vida. Encontrar los restos hubiera sido para ellos la confirmación de la muerte; para mí fue un motivo de festejo”, agrega.
“De acá vengo yo”
El 26 de julio de 1976 Fernando estaba con su mamá en la casa de unos amigos en Tucumán cuando irrumpió una patota policial, que mató a dos de los que estaban allí. El tenía un año y los policías se lo llevaron a la Casa Cuna. Diana, con sus 23 años, estaba embarazada de seis meses. Escapó, pero la secuestraron a los pocos días y estuvo en cautiverio. Sus abuelos paternos fueron a buscarlo y un tiempo después lo llevaron a vivir a Buenos Aires. A su papá, que le decían Capitán Pocho, lo mataron en agosto de 1977, a los 30 años, en una cita cantada en un bar al norte de San Miguel de Tucumán. Diana y Raúl militaban en Montoneros. También están desaparecidas sus tías, hermanas de su mamá, Estela, Beatriz y Marina, y el papá de todas ellas, Héctor Oesterheld.
“Hasta que tuve ocho o nueve años no supe la verdadera historia”, cuenta Fernando. “Para que creciera mentalmente sano no me decían la verdad, sino que mis papás habían fallecido en un accidente. Pero siempre supe, desde chiquito, que mis abuelos eran mis abuelos, y que mis padres estaban ausentes. Después ya pude ir armando la historia”, cuenta. Por muchos años se aferró a lo que le contaban sus abuelos. Cuando comenzaron los juicios por los crímenes de la última dictadura en Tucumán, empezó a tener más detalles. Ahí supo, por ejemplo, que su mamá había estado detenida en el centro clandestino que funcionaba en la Jefatura de Policía, aunque no está claro cuánto tiempo, ni cuándo ni dónde dio a luz a su bebé. Un testigo que estuvo secuestrado y que luego trabajó para la policía entregó en 2010 dos biblioratos con una lista con 293 de las personas privadas ilegalmente de su libertad allí. Al lado de 195 de esos nombres figuraba la sigla “DF”, que significaba “disposición final”, es decir, que los habían asesinado. Uno de esos nombres era el de Diana, su mamá.
Fernando busca a su hermano, por eso dejó hace tiempo una muestra de sangre en el Banco Nacional de Datos Genéticos. Después supo que podía hacer lo mismo en el EAAF, que rastrea los cuerpos de víctimas de la maquinaria represiva de la última dictadura. En un comienzo, lo hizo en cementerios. Con el tiempo, a medida que se complejizó el trabajo y se perfeccionaron las técnicas, el equipo llevó su búsqueda a batallones y destacamentos militares. Hubo hallazgos en Campo San Pedro, en Santa Fe, en el Arsenal Miguel de Azcuénaga y en el Pozo de Arana.
Al papá de Fernando lo encontraron en uno de los cementerios municipales de Tucumán. Cuando el EAAF lo llamó para darle la noticia, pidió verlo y quedó perplejo. Pudo imaginarlo casi perfectamente, con ropa de invierno, jeans y una campera azul inflada, como los investigadores le dijeron que estaba el día que lo mataron, y con su estatura de 1,72 metros. Mentalmente vio ese momento como una película. A partir de entonces fue varias veces al EAAF. No se cansaba de hacer preguntas.
“También empecé a conocer a los amigos de mi viejo del secundario y de la universidad. Había estudiado química y le faltaba una sola materia para recibirse. Me contaron que en la secundaria era un tipo jodón, recién en la facultad se metió en política”, detalla. “Esto me permitió acercar aquello que estaba en relatos y ver a mis viejos como seres humanos, empecé a conocer cosas del día a día, y tuve la sensación de que, bueno, ‘de acá vengo yo’, ya no está todo en el aire. Ahora me gustaría tener algo que me atraviese como a ellos los atravesó la política”, reflexiona. “Yo recuperé mi historia”, enfatiza en el programa de Radio Nacional Gente de a pie y propone que quienes aún no se animaron a dar muestras de sangre al EAAF o no sabían que podían, que lo hagan. Más aún teniendo en cuenta que hay 500 cuerpos hallados todavía sin identificar.
Recuperar y celebrar
Además de recuperar los restos de su papá, en medio de los juicios de lesa humanidad en Tucumán, Fernando pudo recuperar también la casa donde había vivido allí durante su primer año de vida. “Había sido usurpada por María Elena Guerra, que era policía en la dictadura, y aparentemente era la amante de Roberto Albornoz, que era el jefe de la Policía. Ella vivió años en esa casa y decía que era suya porque pagaba los impuestos”, relata. Hace poco, en un juicio, recuperó la vivienda, que donó. Albornoz fue condenado por la desaparición de sus padres, entre otros 16 casos.
De su mamá, a Fernando le contaron que tenía “una personalidad avasallante a nivel de su compromiso político”, “siempre dispuesta al trabajo social”, que además era lo que estudiaba. Su departamento actual, en Palermo, está rodeado de libros de su abuelo Héctor. “Su obra me sirvió mucho para conocerlo. Trato, además, de separar a mi abuelo en su parte política de su parte artística. A través de sus cuentos de ciencia ficción, por ejemplo, lo puedo conocer, admirar y cuestionar.” No todo, aclara, es El Eternauta, su obra más importante.
En abril pasado Fernando vivió momentos verdaderamente extraños, dice. Fue cuando se puso a planificar la ceremonia para despedir los restos de su papá en el cementerio de Chacarita. Para él era una celebración, pese a que los entierros suelen ser motivo de tristeza. Además, advirtió que podía sepultarlo junto con sus propios padres, Juan Araldi y Soledad, que fallecieron en 2007 y 2010. “Los junté a los tres, fue una satisfacción total”, cuenta. Estaba contento. “Nunca imaginé que vendría tanta gente. Fue tan lindo, ¡hasta di un discurso!, y habló la esposa de un hermano de mi papá”, se emociona. Desde ese día, todo el tiempo le resuena una frase de uno de los amigos del secundario de su papá: “Por fin –le dijo– tu viejo está donde tenía que estar, acá entre nosotros”.
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