MARTÍN SERRANO | ACTUALIZADO 23.07.2012 - 01:00
EL escritor albanés Varujan Vasganian engendró El libro de los susurros, un testimonio estremecedor del genocidio armenio en 1915 y de las deportaciones masivas en los círculos de la muerte, oyendo las historias contadas en voz baja de sus abuelos Garabet y Melichian. Son vivencias narradas con un pequeño hilo de voz, al oído, como temerosas de ser escuchadas y amplificadas, bajo un viejo y alto albaricoque en el patio de la vivienda de la familia, con un café humeante que recupera en su simplicidad vidas repletas de odio, persecución y tiranía. El niño Vasganian recoge poco a poco en su zurrón los encuentros de los viejos del pueblo en el cementerio, donde practican el ritual de la danza mágica de la memoria, frente a las lápidas de los desaparecidos sin nombre y, con una naturalidad que espanta, cuentan historias en voz baja, la adornan con la música de los instrumentos y comparten los dulces que les acompañaron siempre, como algo inherente e irremplazable de su identidad.
Los viejos ya no hablan en voz alta, gritan, y aquellos que no la hacen, como los abuelos de Vasganian, susurran con un hilo de voz que derrocha sabiduría y experiencia, para aquellos que lo quieran oír, que tengan oidos para hacerlo.
En una residencia a la que acudo cada semana, los ancianos allí recogidos saben perfectamente que están en su penúltima morada. Cada uno de ellos tiene la vida incrustada en sus miradas y, los que pueden hablar, no emplean las palabras para desperdiciarlas en reproches y en lamentos, aunque el poso de tristeza que fluctúa en sus entrañas les traspasa y llega directamente al corazón de las visitas.
Entre ellos hay quienes han perdido la visión de la realidad y pululan en los mundos de la imaginación y de los recuerdos más antiguos; no pocos sobreviven inmovilizados y a expensas de las manos expertas de los profesionales; otros, andan y hablan despacio, pero se defienden, y cuando recuerdan, porque viven para el recuerdo, cogen con sus manos venosas las tuyas; hay otros, que los conozco, que lloran y mucho e incluso, una muy dispuesta, que me pide por favor que cuando me vaya la lleve a su casa, que había perdido el autobús. Me quedó con mi 'chica' preferida, está muy encorbada y tiene una cara inundada de bellas arrugas. Unos ojos vivarachos y llenos de luz y una risa estruendosa que contagia y contagia. Cuando me acerco me regala esa media sonrisa inimitable y le piropeo y le digo que está muy guapa. Qué lo está. Y ella me dice que hace lo que puede. Le respondo que me han dicho que estuvo de noche de ligue y, ella, contrariada, me confiesa enfadada que hay muy mala leche, que ella no es así, y se ríe para que la oiga todo el mundo mientras me aprieta fuerte las manos y ladea su cabeza.
Todos ellos susurran, como los abuelos armenios, y coquetean con los últimos días de su existencia con paciencia y nostalgia. Lejos de pensar que, a estas alturas, son comidilla de ajustes de un vulgar consejo de ministros.
EL escritor albanés Varujan Vasganian engendró El libro de los susurros, un testimonio estremecedor del genocidio armenio en 1915 y de las deportaciones masivas en los círculos de la muerte, oyendo las historias contadas en voz baja de sus abuelos Garabet y Melichian. Son vivencias narradas con un pequeño hilo de voz, al oído, como temerosas de ser escuchadas y amplificadas, bajo un viejo y alto albaricoque en el patio de la vivienda de la familia, con un café humeante que recupera en su simplicidad vidas repletas de odio, persecución y tiranía. El niño Vasganian recoge poco a poco en su zurrón los encuentros de los viejos del pueblo en el cementerio, donde practican el ritual de la danza mágica de la memoria, frente a las lápidas de los desaparecidos sin nombre y, con una naturalidad que espanta, cuentan historias en voz baja, la adornan con la música de los instrumentos y comparten los dulces que les acompañaron siempre, como algo inherente e irremplazable de su identidad.
Los viejos ya no hablan en voz alta, gritan, y aquellos que no la hacen, como los abuelos de Vasganian, susurran con un hilo de voz que derrocha sabiduría y experiencia, para aquellos que lo quieran oír, que tengan oidos para hacerlo.
En una residencia a la que acudo cada semana, los ancianos allí recogidos saben perfectamente que están en su penúltima morada. Cada uno de ellos tiene la vida incrustada en sus miradas y, los que pueden hablar, no emplean las palabras para desperdiciarlas en reproches y en lamentos, aunque el poso de tristeza que fluctúa en sus entrañas les traspasa y llega directamente al corazón de las visitas.
Entre ellos hay quienes han perdido la visión de la realidad y pululan en los mundos de la imaginación y de los recuerdos más antiguos; no pocos sobreviven inmovilizados y a expensas de las manos expertas de los profesionales; otros, andan y hablan despacio, pero se defienden, y cuando recuerdan, porque viven para el recuerdo, cogen con sus manos venosas las tuyas; hay otros, que los conozco, que lloran y mucho e incluso, una muy dispuesta, que me pide por favor que cuando me vaya la lleve a su casa, que había perdido el autobús. Me quedó con mi 'chica' preferida, está muy encorbada y tiene una cara inundada de bellas arrugas. Unos ojos vivarachos y llenos de luz y una risa estruendosa que contagia y contagia. Cuando me acerco me regala esa media sonrisa inimitable y le piropeo y le digo que está muy guapa. Qué lo está. Y ella me dice que hace lo que puede. Le respondo que me han dicho que estuvo de noche de ligue y, ella, contrariada, me confiesa enfadada que hay muy mala leche, que ella no es así, y se ríe para que la oiga todo el mundo mientras me aprieta fuerte las manos y ladea su cabeza.
Todos ellos susurran, como los abuelos armenios, y coquetean con los últimos días de su existencia con paciencia y nostalgia. Lejos de pensar que, a estas alturas, son comidilla de ajustes de un vulgar consejo de ministros.
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