Bueno es hablar, mejor es callar. Esta expresión es quizá la que mejor defina la actitud de una población que sobrevivió al asesinato de cerca de un millón de habitantes en apenas tres meses . En el año 1994, Ruanda vivió uno de los episodios más dantescos de la historia, al inventar y reinventar las formas más crueles de matar y de humillar al ser humano. Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (RTLM) fue el brazo derecho de la propaganda oficial hutu y recurrió a la animalización del enemigo tutsi para incitar a la masacre sin ningún tipo de escrúpulos: “La crueldad de las cucarachas es irreversible. El único remedio es su total exterminio. Mátalos a todos. Extermínalos”. Nadie escapó a la barbarie, ni unos ni otros, aunque cierto es que los tutsis sufrieron la peor parte con la aniquilación del 75% de su población. Con semejante contexto, han sido necesarios 17 años para que un director de cine ruandés se atreva a escribir, producir y dirigir un largometraje de ficción sobre la cuestión.
La producción internacional sobre la guerra y el genocidio de Ruanda ha sido abundante, siendo probablemente Hotel Rwanda y Sometimes in April del haitiano Raoul Peck los títulos más conocidos. Muchas de ellas han surgido fruto de colaboraciones con autores locales como 100 days de Nick Hugues, que cuenta con la producción de Eric Kabera, y We are all Rwandans de Debs Gardner-Paterson, cuyo guion coescribió Ayuub Kasasa Mago. Sin embargo, pocas han sido las ocasiones en que los propios ruandeses se han echado la cámara al hombro para reflexionar sobre las causas y las consecuencias de la demencia colectiva del año 1994. El joven director Kivu Ruhorahoza decidió desafiar a la censura oficinal y a las leyes de silencio lanzando Matière grise (Materia gris) en 2011, el primer largometraje totalmente cocinado en territorio ruandés. Anteriormente había firmado dos cortometrajes, Confession (2007) y Les égarés de l’hémisphère sud (2008), así como el documental experimental Rwanda 15 (2009). Con esta cinta se inaugura un nuevo período en el que los artistas ruandeses se atreven por fin a mirarse a sí mismos, de arriba abajo.
La película arranca con un planteamiento que se insinúa autobiográfico en cierto modo. Balthazar, un joven director de cine, busca financiación para su primer largometraje, El ciclo de la cucaracha, que retrata la vida de dos hermanos que intentan reponerse psicológicamente de un genocidio. El protagonista declara desde el principio sus intenciones de concluir su proyecto independientemente de los fondos que pueda conseguir del Estado. Con un país casi descompuesto, los gobernantes deciden apoyar la creatividad de jóvenes cineastas para que la nación pueda contemplarse sin el recelo característico de los años anteriores. “Nuestro pueblo necesita verse y oírse no solo en televisión, sino también en la gran pantalla”, comenta unos de los agentes de la comisión de iniciativas culturales. No obstante, parece que el guion de Balthazar no se ajusta a los parámetros oficiales, que se circunscriben únicamente a campañas de sensibilización de prevención del SIDA y la violencia de género. Decepcionado por la postura silenciadora del gobierno, decide llevar adelante su proyecto cueste lo que cueste, pues desde su punto de vista existe una necesidad absoluta de denunciar una violencia social que parece no tener fin: “Ese ciclo de la cucaracha, la cucaracha estigmatizada que se esconde. Y cuando no puede más se rebela contra esa injusticia”. Aunque se haga alusión directa al nombre despectivo con que los hutus se referían a los tutsis, el director se ensaña contra un mal mayor que afecta a todo el continente africano, la injuria directa contra grupos sociales o étnicos minoritarios, “cucarachas, que en otro país es una serpiente o un escorpión”.
En un momento dado, Balthazar imagina su película y entra en un sueño profundo que reubica el curso la narración en otro escenario, en El ciclo de la cucaracha. La voz templada de una locutora de una local radio marca la transición entre las dos historias, que poco a poco se va instalando en la celda de un prisionero de guerra. El discurso radiofónico es aterrador, incita una y otra vez al exterminio de las cucarachas por el bien de la nación. A partir de ese instante, el ritmo se ralentiza, los diálogos se esparcen en el tiempo y en cierto modo se invita a la reflexión sobre cada escena. Los dos personajes principales, dos hermanos, muestran la dificultad de salir de ese sufrimiento cíclico. La hermana se vuelca en la recuperación psicológica de su hermano, anímicamente destrozado por no haber podido evitar el asesinato de sus padres. Para sacarlo adelante, ella se verá obligada a exponerse a los abusos sexuales de los que ya fue víctima en otro tiempo. En ese ciclo implacable se encuentran siempre atrapadas las mujeres, que soportan los mismos atropellos durante o después de los conflictos. Se calcula que prácticamente todas las ruandesas que lograron escapar a la muerte en Ruanda fueron violadas. El fin del genocidio no supondrá el término de la injusticia.
La gran virtud de Matière grise es su capacidad de exteriorizar los fantasmas pasado de los ruandeses sin recurrir a la lágrima o a la violencia gratuita. Nada es demasiado explícito, todo se expresa a través de elementos simbólicos como un machete, un casco o un recipiente de cristal para referirse a asesinatos o violaciones. Las escenas más impactantes aparecen casi intermitentes, de ningún modo se detienen en el detalle. Con la misma sutilidad, el brazo de un blanco entrega las llaves que abren la puerta del calabozo donde se encuentra el presidiario, haciendo un guiño a la supuesta complicidad occidental en parte de los conflictos africanos. De hecho, tan solo se sugiere que la historia pueda transcurrir en Ruanda por los colores de una bandera que en realidad podría pertenecer a cualquier otro país africano por el símbolo que muestra en el centro. Al fin y al cabo, la barbarie no entiende de nacionalidades, e infelizmente en África, los años 90, estuvieron plagados de enfrentamientos marcados por elementos comunes.
Esta película va mucho más allá de las evidentes expectativas que pueda despertar el primer largometraje ruandés sobre el episodio más oscuro de su historia. Kivu Ruhorahoza muestra una interesante profundidad intelectual y un excelente dominio del lenguaje cinematográfico, que le han valido el reconocimiento de prestigiosos certámenes como el TriBeCa Film Festival de Nueva York, el Festival de Cine Africano de Córdoba o en el Festival Internacional de Cine de Varsovia . Su segundo largometraje, Jomo , sobre un homosexual keniata repatriado del Reino Unido, se presentó recientemente y ha recibido críticas que desde luego juegan muy en su favor. El cine ruandés promete.
Afribuku
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