Carlos Martínez Sarasola sostiene en Nuestros Paisanos Los Indios (Del Nuevo Extremo) que los planes de exterminio que culminaron con las campañas de Roca (1879-1885) y Victorica (1879-1884) constituyeron claramente un genocidio –según las convenciones internacionales– en donde la voluntad manifiesta y “los actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente” a los grupos étnicos originarios fue la regla.
Para el período 1821-1848 en las llanuras de Pampa, Patagonia y Chaco se registran más de cuarenta grandes enfrentamientos en los cuales, estimativamente, fueron muertos 7.587 indígenas, de acuerdo con el siguiente detalle: 6.458 ranqueles, vorogas, araucanos y tehuelches (en ese orden); 679 guaikurúes (379 mocovíes, doscientos abipones y cien tobas) y 450 pehuenches (....).
Estas cifras incluyen solamente a los muertos en combate, dejando de lado a los prisioneros, que también se contaron por miles o los centenares de heridos que no murieron en los campos de batalla sino lejos de ellos, durante la retirada y días después. Si estimamos que la población para las subregiones culturales de Chaco, Pampa y Patagonia era de aproximadamente 90 mil habitantes, no quedan dudas de que una sola palabra puede definir a la política que se comenzaba a aplicar con las comunidades indígenas: genocidio. Sólo en un año (1833) fueron muertos aproximadamente 3.600 indios, casi el 50% del total de muertos en el período 1821-1848, lo que da una idea de la magnitud de las operaciones realizadas.
Y aquí permítaseme algunas consideraciones acerca de las principales características de la violencia indígena.
Más allá de la violencia como componente originario, tradicional de las culturas tehuelches, araucanas y guaikurúes, en relación con los “blancos” aparece como una respuesta a la violencia ejercida por los poderes políticos nacionales y/o provinciales que necesitan la tierra y en el mejor de los casos, a la masa indígena como peones o sirvientes. Frente a esta realidad, los indígenas oponen sus ideales de libertad y la reafirmación de su identidad cultural, factores ambos que propenden a la continuidad de la totalidad de su existencia.
La consecuencia de este antagonismo es la violencia que en forma creciente gana posiciones. Pero la violencia indígena, sin ánimo alguno de justificarla, debe ser entendida a partir de algunos elementos diferenciales, propios de una cultura distinta:
Primero: en la violencia indígena no existe el intento del exterminio del bando contrario “blanco”.
Segundo: en este sentido, los ataques a poblados incluyen la práctica de la toma de cautivos, a partir de la cual las comunidades indígenas mantienen con vida a centenares de adversarios que en gran parte volvieron a sus hogares (muchos de ellos prefirieron permanecer en las tolderías por propia voluntad. Jorge Luis Borges narra el interesante caso de la “muchacha india”, que “era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente”. Borges explica que su abuela inglesa la conoció en la comandancia de Junín y “la exhortó a no volver. Juró ampararla y rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto. Según el escritor, ”todos los años la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín o del fuerte Lavalle en procura de baratijas y vicios”, pero a partir de entonces no apareció nuevamente [....] )
Tercero: en muchos casos, la violencia es represalia de alguna acción anterior ejercida por los “blancos”, continuando así el ancestral ritual de la “venganza de la sangre” (por ejemplo, la masacre de 600 puntanos en 1827, producto de un ataque anterior a los toldos ranqueles de Leuvucó, en donde fueron muertos a mansalva ancianos, mujeres y niños).
Cuarto: en varias oportunidades la violencia es intercomunitaria, como la de Masallé en 1834; Napostá y Sauce Chico en 1836; Fuerte Argentino en 1837 o la sufrida por el cacique Yanguelén y sus principales capitanejos y guerreros.
Insisto, sin ánimo de justificar la violencia de ningún lado, muy por el contrario, sí me parece equitativo comprender el fenómeno por ambas partes y en este sentido, aparece como fundamental el dato inequívoco de que mientras los sucesivos poderes políticos de Buenos Aires y las provincias –salvo excepciones– ejercen una violencia planificada, en aras de “la civilización” y “el progreso” del país, las comunidades indígenas llevan adelante la violencia como respuesta, en defensa de su forma de vida.
Ni aun la supuesta “economía depredadora” practicada por estas comunidades en perjuicio de las poblaciones de frontera es pretexto para no intentar el entendimiento con ellas, cosa que buscaron los menos, desgraciadamente. A la mayoría no le interesaba, o no le convenía.
En un lapso de poco más de medio siglo, la cantidad de acciones contra poblados y/o fuerzas militares y su consecuencia, las bajas, son notablemente menores comparándolas con las cifras que se producen en ese mismo período en las comunidades indígenas. El exterminio registrado en el período 1821-1848, que alcanza a 7.587 indígenas, tiene un pico que se da en el lapso de 12 años, comprendido entre 1821 y 1833, con un total de 5.241 muertos, mientras que el restante momento histórico, con una duración de 18 años, registra un total estimado de 2.346 indígenas muertos (....)
La consumación del genocidio. En el término de 37 años (período 1862-1899) son muertos en el Chaco cerca de mil indígenas (....) Pero la caída del bastión chaqueño significa todavía más. Es la consumación del genocidio, iniciado allí en 1820 de manera sistemática, en un cuadro tétrico que la frialdad de las cifras nos exime de mayores comentarios.
La consumación del genocidio. En el término de 37 años (período 1862-1899) son muertos en el Chaco cerca de mil indígenas (....) Pero la caída del bastión chaqueño significa todavía más. Es la consumación del genocidio, iniciado allí en 1820 de manera sistemática, en un cuadro tétrico que la frialdad de las cifras nos exime de mayores comentarios.
Si recordamos que entre 1821 y 1848 habían sido muertos en Pampa, Patagonia y Chaco un total aproximado de 7.587 indígenas; que para el período 1862-1899 en el Chaco se suman mil muertos más, y que entre 1849 y 1884 pierden la vida en Pampa y Patagonia otros 3.748 (....), podemos afirmar en síntesis que entre 1821 y 1899 son exterminados en los territorios libres de Pampa, Patagonia y Chaco un total estimado de 12.335 indígenas araucanos, vorogas, ranqueles, tehuelches, pehuenches, mocovíes, abipones y tobas como fruto de las campañas de aniquilamiento llevadas adelante por el Estado nacional en su afán por conquistar aquellos territorios (....).
Como ya hemos dicho (....) “estas cifras incluyen sólo a los muertos en combate, dejando de lado a los prisioneros que también se contaron por miles, o los centenares de heridos que no murieron en el campo de batalla sino lejos de ellos, durante la retirada y días después”. Asimismo cabe agregar que la cifra estimada tampoco incluye –salvo en un caso y en insignificante porcentaje– a los muertos por las epidemias que, en el caso de la viruela por ejemplo, diezmaron a comunidades enteras.
La dimensión de las cifras se agiganta también cuando pensamos que para el período considerado en promedio, la población indígena de Pampa y Patagonia ascendía a unos 45 mil habitantes, mientras que la de Chaco llegaba a otro tanto, lo que da un resultado del 14% de la población suprimida por vía violenta (el primer censo nacional llevado a cabo durante la presidencia de Sarmiento en septiembre de 1869 estimaba a la población indígena de Chaco, Pampa y Patagonia en 93.133 habitantes distribuidos de la siguiente manera: Chaco: 45.291; Pampa: 21 mil y Patagonia 23.847). Por otra parte, es importante consignar que el número de 12.335 es el estimado mínimo de acuerdo con la documentación oficial existente a través de los partes de guerra –sobre todo–, correspondencia, informes al Parlamento y memorias de los ministerios, por lo cual no es nada descartable que esa cifra pueda ser aumentada aún considerablemente si se llevasen a cabo investigaciones más profundas.
Para cerrar este panorama, digamos que si agregáramos los 4 mil guaraníes que como mínimo murieron durante la insurrección de Artigas y Andresito (1816-1819) y los otros tantos yámanas y onas desaparecidos entre 1880 y 1900, concluimos que durante el siglo XIX, a consecuencia de las operaciones militares (Pampa, Patagonia, Chaco); campañas colonizadoras (Extremo Sur) emprendidas por el Estado y las operaciones realizadas por potencias extranjeras (imperio portugués en el Litoral) murieron por vía violenta no menos de 20 mil indígenas.
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